Supersónico
Como aquel día que abordé el jet supersónico 623 hacia los espirales de polvo de estrella astillada y acabé en una cobacha café madera de la gruesa con hongos por doquier, lo bueno es que había cerveza que salía del moho de las paredes descoloridas que pintaban vírgenes con herrumbre.
Yo era vigilado por seres alados que lo único cierto que tenían, era su condición de voladores etéreos; las alas estaban hechas de plumas ectoplásmicas y su figura era casi indescifrable debido a la fugacidad propia de los seres fantásticos y supernaturales. El problema era que para mis ojos sus partículas subatómicas se movían demasiado rápido y en largas distancias por lo que pueden aparecer y desaparecer a placer y en espectros difuminados. Ondas hertzianas de dimensiones continentales también se colaban entre los poros de los muros húmedos y deslavados; surrealismo en las paredes creadas por el azar y el tiempo.
El aliciente era sentir romper el aire, literalmente colarse entre los poros aéreos, entre esos pliegues que existen entre la molécula H y la molécula O y echarle un vistazo a la dimensión que funciona paralelamente detrás, resguardada de todas las contaminaciones de los mundos materiales.
Yo quería escalar por las grietas negras del universo agarrado firmemente de algún equipo de suave constitución, casi imperceptible a las básculas y que me sirviera de bastón-radar por los laberintos invisibles de los macroespacios.
Pero algo salió mal y me mandó a mudar a esta cumbacha de tonos esquizos en donde animales que producen fobias se convierten en mi alimento principal; en este micro ecosistema en el que parece ser que estoy en la cima de la cadena alimenticia a no ser que a los seres quasi-espirituales se les ocurra demostrar su condición de cambiadores del destino y me aplasten como yo aplasto a las cucarachas y me botaneen como yo lo hago con los insectos de aquí o me utilicen para saciar su sed de sangre como yo lo hago con las ratas.
Las manchas religiosas a veces se tridimensionalizan burlándose de mis ojos y engañando a mis creencias que distan mucho de ser normales.
El peor castigo para un alma es el estar encerrada en un cuerpo decrepito y poder vislumbrar los alcances desencarnados que se suceden del otro lado del aire, sin embargo, a la mía le bastaría con andar por tus calles y callejones citadinas.
OSWALDO PÉREZ CABRERA
sábado, 31 de marzo de 2007
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