Oswaldo Perez Cabrera
No pudo evitarlo. Fue más fuerte que su propio peso que era bastante. Salió rápidamente hacia las calles nevadas aminorando su velocidad al solo contacto con el pavimento helado. Ahora tendría que ir muy lentamente para no quedar varada en alguna esquina hipotérmica. La sensación de la adicción se manifestaba a través de su desesperación y la ansiedad. Por favor, pedía mientras sorteaba los obstáculos de la acera, necesitaba llegar al Mall, el templo del consumismo, antes del anochecer para a primera luz del día en entrar por delante del prójimo. De otra forma corría el peligro de adquirir un trauma del tercer grado al perder la oportunidad de poseer algo que pocos, los privilegiados, podían poseer. Su autoestima peligraba.
Buscaba el último gadget de la tecnología moderna, el teléfono celular que también era cámara de video y grababa conversaciones a tres metros de distancia, ideal para espías y esposos celosos, pero para eso tenía que competir con los gammers que buscaban el último video juego virtual en el que Lara Rider montaba a Indiana CoJones y además mostraba las tetas. Senos computarizados. Pero ella buscaba algo más, buscaba algo secreto. Una figura de acción religiosa. Súper Chucho.
Todo su trauma había empezado algunos años atrás con el diseño industrial de una figura de acción, un muñeco plástico que insinuaba la creación de su héroe de caricatura, un tipo que parecía un Jesús revitalizado en esteroides. Por alguna razón sexual enclavada en su psique, significaba para ella, una joya preciada a poseer, tal vez por un complejo exagerado de Electra, aunque para enamorarse de un Travestí de closet como lo era su padre, el complejo freudiano es un poco difícil de justificar. Estelle, quien se imaginaba que su nombre significaba estrella, estaba segura que su nacimiento había sido un error garrafal de su madre y padre, tal vez fue producto de una prostitución forzada o una confusión mega marciana o simplemente una violación violenta, lacerante y brutal que explicaba su mal karma que tenía que arrastrar junto con los kilos de más dados por esta tierra contaminada con drogas sociales.
Ella pensaba que si se hacía famosa como los fotografiados en esas revistas y tabloides con chicas esbeltas y anoréxicas adoradas por toda la plebe y la realeza moderna por igual, y que ella misma adoraba sin saber por qué, sería por fin aceptada entre los círculos sociales del mundo cosmopolita.
Ella sabía que el sueño americano sí existía, ella podría ser una estrella si trabajaba duro en sus talentos, y así entretuvo a su familia en navidades y cumpleaños por años. Incluso seguía cantando hits de ABBA inmutable ante los pleitos de la celebración en turno, ya fuera porque el novio de la liberal prima andaba besando a una tía con pensión asegurada o porque el abuelo descubrió la marihuana de su hermano adolescente (un tipo lleno de cráteres que explotaban frecuentemente como erupciones blancas de mierda grasosa salpicando la mesa donde comían). El septuagenario se fumó medio porro antes de que la puta tía puritana lo descubriera y fingiera un desmayo después de un ataque de tos por el humo verde que se colaba entre sus pulmones. El abuelo sabía que perdería el toque por lo que le dio un jalón indefinido que sólo el cuñado punkie sabría apagar, como el bombero undergrasa se abalanzó sobre el petardo y fumando un poco disimuladamente escupió sobre su índice e inmediatamente apagó la fresa de fuego con la punta de su dedo como un milagro ante la hipnotizada fanaticada de familiares que apenas podían dar crédito al estado del abuelo que ya era hippie desde hace 60 años pero que nadie nunca se dio cuenta. Estelle cantaba There was something in the air tonight Fernando y comía pastel.
Puras tragedias familiares veía en su cabeza, por eso se metía chocolate en barras y se reconocía adicta al McShit. Su salud corría peligro desde hacía varios años. Pero ella se escapaba en su cabeza llena de sueños eróticos con muñecos religiosos mamados. Y ella sabía su enfermedad y la quería catalogar como jesusfilia o algo así. Hay algo torcido y descompuesto en mí, pensaba mientras arrastraba las 220 libras sobre la banqueta llena de hielo negro, traía unos bocadillos que la alimentarían durante la noche, pero la asistencia social no era tanta como para poder alimentarla durante la noche por lo que se resignó a 13 sandwiches de jamón y papa en forma de ensalada y puré. Un par de salchichas frías con 5 huevos duros, cuatro litros de chocolate caliente y un anforita de Cognac baratón para el frío. Tres baguettes con tres kilos de queso y una botella de Merlot. Todo dentro del sleeping bag. El mayor sacrificio para conseguir la figura deseada tan prometida después de tantos y tantos rumores. Jesús y celular espías eran sus objetivos y se sentía una cazadora ágil cumpliendo una misión.
Apenas llegó cuando aún faltaban un par de horas para el alba, vio una línea de gente como indigentes dormidos a las puertas de de las tiendas, como buscando refugio del frío. Se acomodó junto a un cenicero de piedra que la resguardaría un poco del frío y comió y bebió para distraerse.
Se abren las puertas del Mall, el castillo imperial del consumismo, y toda la manada de gente sale disparada hacia los estantes, ¿De dónde salieron tantos humanos? Parece que salen de las cloacas, sus miradas son diferentes, marabunta, ediciones limitadas de dos millones se ven arrasadas, los productos megapop son disputados par la turba.
Pero hoy no era el día de suerte de nuestra pesada amiga que tanto esfuerzo hizo por desplazarse entre la tormenta decembrina que todo lo cubrió de nieve e hizo de su ascenso por el vecindario, algo como una proeza. El cruce de la colonia significó para ella el cruce de los Urales.
Todo para llegar y que una pinche flaca de mierda, guerita de rancho oxigenada con un perro ridículo y minúsculo se le atravesara y ella sin querer pisara al mentado perro que lloró sin misericordia mientras su dueña arañaba instintivamente como protegiendo a las perras de su camada o jauría y la overweight que se siente intimidada y deposita más peso sobre el perro, que en ese momento siente que va a conocer a su creador cuando sus costillas se parten como ostias en comunión. Estelle se da la vuelta mientras suelta un codazo en la mandíbula de caballo de la güera falsa como para darse impulso a irrumpir en la tienda que asemeja una caja de zapatos gigante. Hay una especie de lucha, la flaca alcanza a enredar sus dedos en sus cabellos y hay encontronazos con otros miembros de la marabunta humana y muchos terminan perdiendo el equilibro y alguno cae sobre el canino que se despanzurra con el tacón atravesado. Los estantes volaron y la mitad de los productos se estropearon ante la estampida. El producto se agotó. Para cuando el polvo se aplacó y todo se vació no quedaba nada.
Unas velas fue lo último que pudo ver Estelle mientras su humanidad estaba tendida en un pasillo, mil veces pisoteada, respirando pesadamente, apenas. Tal vez Jesús no está predestinado para ser representado de esa manera tan prosaica y demencial. Fue el último pensamiento de Estelle mientras expiraba en los fríos pasillos del mal o el mol con una marca de zapato tenis tatuada en su mejilla. Su muerte no fue grabada por el nuevo Gadget pero fue un éxito en el programa Historias Reales de la CCTV en alguna estación de cable del Rural USA.
Oswaldo Perez Cabrera es el director de La Vanguardia de la Vancouver
domingo, 25 de marzo de 2007
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