Estaba sentado al pie de la desvencijada puerta. Con la espesura a cuestas sentía el cuerpo oprimido, miró el techo agujereado de estrellas, sentía que su vida dependía de esa llamada, esa maldita llamada que no llegaba; fumó otro cigarro, había perdido la cuenta, desesperado absorbía la nicotina terminando rápidamente con la existencia del Delicado sin filtro. Allí, en el rincón del marco de la puerta se encontraba hundido en la penumbra y el puto teléfono que no sonaba, miró el reloj, marcaba la 1:13 de la mañana y se movía con pasmosa lentitud. Sentía que el corazón se le salía del pecho, quiso llorar pero le fue imposible; estaba al borde del paroxismo, necesitaba conocer la respuesta antes de que su psique lo traicionara. Hundió su cabeza entre sus hombros y gritó desgarrando el silencio que le apesadumbraba. Jadeaba luchando por meter oxígeno en sus pulmones, apretó los ojos con desesperación. Imploró a un ser desconocido que la respuesta fuera favorable, que todo hubiera salido bien, pero ¿Por qué no suena el teléfono? Miró la luna, las nubes jugaban caprichosas a su alrededor, sintió deseos de destrozarlo todo. Sólo era una figura solitaria con una sensación de incertidumbre, una historia en duda, esa espantosa duda que carcome el alma, pero no escuchaba nada, nada interrumpía el inmenso sonido del silencio. Por fin sonó el timbre del aparato sacándolo de su espantoso letargo, corrió trompicándose y tomó el auricular, contestó con voz temblorosa y entre cortada, estaba acalorado y sudaba. Pero, de pronto su sudor se tornó frío, un frío que le heló la sangre. Escuchaba a su interlocutor mientras sentía desfallecer, no decía palabra alguna, sentía que el mundo se derrumbaba y piedras gigantescas caían alrededor de él, sus ojos se llenaron de lágrimas, saladas y amargas, sonidos sónicos a su alrededor, dejó caer el teléfono, la respuesta era irrefutable, todo había acabado; se mesó los cabellos, luego apretó la cara en una mueca horrible, soltaba alaridos y berridos, cayó de rodillas, ya casi sin fuerzas. Aquella voz había destrozado su vida, su vida que ahora carecía de sentido. Su paisaje se había vuelto hueco, color sepia, su mirar se volvió opaco, el dolor era insoportable, “hicimos todo lo posible” retumbaba en sus sienes como toneladas de martillos, taladraba su cerebro; sentía su cuerpo vacío y mordió sus labios hasta destrozarlos, ahora el llanto era una constante, sentía que le faltaba el aire, que se ahogaba ¿Dónde estás? Ese peso abrumador, esa sensación de ya no más, esa impotencia insoportable, maldecía al mundo, a los dioses; ese coraje que brotaba de cada uno de sus poros y el “¿Por qué?” que jamás falta en boca de los desgraciados y los condenados. La maldita suerte le jugó chueco y le dio la espalda. Se sentía ya sin fuerzas, sin lágrimas para llorar, su alma se había fugado, la razón estaba dislocada y el espíritu tergiversado, sentía sus nervios a flor de piel y por sus venas sólo corría hiel. Se arrastró hacia un rincón de la sala, parecía ahora un muerto viviente, la palidez como la nieve dibujó su rostro; la muerte le había coqueteado. Tomó aquella escopeta suficientemente poderosa como para derribar un elefante. Se movía con pesadez y sólo el instinto de escapar dictaba su proceder. La cargó y apoyó su cara sobre el cañón, frío metálico, probó una vez mas el agua salada que emanaba de sus ojos, se recargó en la pared y vio un abismo infinito en los dos agujeros que tenía frente a él. Recordaba los momentos felices, los días que jamás volverán, el recuerdo que hiere. Veía su vida como una película de humor negro, lo tuvo todo y ahora sólo queda desolación y dolor, mientras más alto vuelas más dura es la caída, su madre, su padre, todos los seres queridos, todos se habían ido ya, y ella, su soporte, ahora era sólo una memoria más, es insoportable. Se golpeó la cabeza contra la pared, el silencio siguió ofreciendo su concierto y su compañía, la única compañía que ahora tenía. Desgajado el destino, con luz roja el futuro, en el olvido los proyectos, las ilusiones incineradas, los anhelos y las esperanzas enterradas, todos le habían dicho adiós, sólo su sombra roja quedará como testigo de la amargura, de la densa niebla de la desesperación que ahora lo cubre todo. Perdió la apuesta con la vida y ésta se cobró con una broma macabra. Una vez más recordó su vida y los fantasmas danzaron y pisotearon su alma. Una vez más la muerte le mostró sus dientes podridos, una vez más lo tocó con su fría mano, inmisericorde; una vez más escuchó su cavernosa voz, una vez más le dolió la vida, una vez más se desesperó y gritó. Se golpeó la cabeza contra la pared, un hilo de sangre escurrió sobre ella, su dedo borracho buscó el gatillo, su mano ciega lo guió hacia la ruta del escape, imaginó sus sesos esparcidos por toda la habitación y el tinte carmín que sería su nueva decoración. Insultaría al silencio con una explosión. Adiós silencio, pero éste regresaría como siempre, como un puto recordatorio de que no pasa nada. Gemía torpemente, como un animal herido de muerte, un canto horrible que arrebata làgrimas hasta el màs duro. Un canto distorcionado que trataba de asemejarse al de los cisnes antes de morir.
Fijó la mirada, apretó sus dientes con fuerza hasta escuchar un zumbido chirriante, jaló del gatillo, su propio verdugo. Un estallido, un Flashazo y todo acabó, un destello de fuego y ahora todo terminó.
OSWALDO PÉREZ CABRERA.
martes, 10 de abril de 2007
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