La lluvia presagiaba un final en rojo y gris. La lluvia provovocaba un espejo acuoso cuyas astillas se incrustaban en la piel de la ciudad.
Habían permanecido encerrados como animales de metrópolis en una jaula de concreto. Prisioneros por su propia voluntad. Envueltos en un nudo humano. Cerebros intoxicados por sustancias artificiales y naturales.
Él extendía una vela ardiente. Cirio enhiesto que buscaba el cobijo de una rosa abierta. Ella lo recibía extendiendo sus extremidades al máximo. El rojo de la pasión se esparcía sobre el gris de las sábanas, húmedas por el sudor sabor a sal como las lágrimas de felicidad que llovían de sus ojos. Ríos de semen desembocaban en el bosque de su vagina inundándola de placer. Él también disfrutaba siendo mojado por los fluidos femeninos. Incesantemente. Incansablemente.
El tiempo, maldito dictador, fue reprimiendo los sentimientos de él, pero también fue exaltando los de ella.
Él rompió el hechizo y salió a buscar otro destino bajo la lluvia canalla que seguía castigando el pavimento. Vidrios rotos en el corazón de ella. El odio le lamía las heridas en su pecho triste.
Los ruidos aún están grabados en las paredes se filtraron en forma de frecuencia por los poros. Antes de la partida eran gritos de gozo, después de desesperación.
De él jamás se supo nada. Se cree que cruzó algunas fronteras y un océano.
Ella tomó un baño caliente acompañado de un cocktail de pastillas multicolores. Después hundió la Gillette en varias partes de su piel.
La lluvia puso el tono gris en la historia con su monótona melodía. Ella puso el rojo tratando de correr el gris de su alma. Sólo consiguió sacar el carmín de su cuerpo
El gris sigue estando. Aca, sigue lloviendo.
OSWALDO PÉREZ CABRERA
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